9 de junio de 2008

Neustadt, el que murió hace tiempo II


La muerte del famoso periodista fue motivo de una nota de opinión de Jorge Lanata en Críticadigital. Es lo que viene, lo que viene...

Un día, hace diez años (aunque nunca me crean con las fechas) llamó Neustadt. Bernardo Neustadt me invitaba a almorzar. Almorzar iba a llevarnos mucho tiempo y cierta intimidad. Le dije a mi secretaria que propusiera un café en su oficina de Puerto Madero. Dos o tres días después, yo estaba ahí, parado frente a un inmenso cartel que decía Neustadt, en pesadas letras de molde. “Neustadt”, en letras grises, como las del logotipo de un banco. Dijimos cosas circunstanciales hasta que Neustadt –que hablaba moviéndose y de pie, mientras yo estaba sentado frente al escritorio– me preguntó:

–¿Y usted qué cree que tengo que hacer?

–¿Perdón?

–¿Qué cree que tengo que hacer con el tema de la televisión?

“El tema de la televisión” era el asunto del que todos hablaban en esos días: Telefe le había propuesto firmar un contrato por rating, en el que lo obligaba a no bajar nunca de los 12 puntos. En caso contrario, levantaban Tiempo nuevo. Con Menem fuera del poder, Neustadt había iniciado su lento pero inexorable declive. Telefe vivía el comienzo de la fiebre de las novelas costumbristas, los realities, los megaprogramas de veinte o treinta puntos.

–¿Qué cree que tengo que hacer con el tema de la televisión?

La escena era un poco bizarra: ¿qué hacía yo, en esa oficina, con Neustadt, y cómo podía ser posible que él me preguntara a mí qué hacer?

–¿Usted tiene plata en el banco? –le dije. Neustadt sonrió, benevolente.

–Sí, claro.

–Entonces deje.

Me miró.

–Deje. Deje ahora. Porque lo van a destruir.
La televisión es una mierda –me dije mientras salía de Puerto Madero. Ahí estaba su mejor alumno, el tipo que había hecho durante años todo el trabajo sucio para todos y no le daba, siquiera, un par de meses de rating bajo. Treinta años después, ni eso se había ganado.

Ese tipo, solo, rodeado de mujeres que redecoraban sus casas de Punta del Este, que luchó en sus últimos años hasta la desesperación para tener prestigio entre sus pares o entre los estudiantes de comunicación, comenzó a hablar bien de mí en los reportajes. Yo, desde lo pequeño, odiaba que me mencionara. Me parece que nadie puede estar orgulloso de su odio. Deberíamos avergonzarnos de odiar; es algo que nos sujeta, nos quita libertad y nos vuelve mínimos.

El sábado a la tarde, el chat de Google en mi máquina explotó: “¿Te enteraste?”, “¿Viste lo de Neustadt?”.
En una habitación de hotel en Asunción del Paraguay vi a la madrugada la repetición de un excelente programa de TN: Tiene la palabra,con Bernardo Neustadt. Alfredo Serra, Luisa Valmaggia y Ernesto Tenembaum, entre otros, preguntaban. Ahí estaba otra vez Neustadt hablando bien de mí. Lo que se veía era un viejo un poco triste, un poco asustado, ansioso por explicarse, con pantalón de vestir y alpargatas azules, citando a Gandhi. “Es una paradoja –observó Tenembaum, con inteligencia–, en la época de Gandhi usted hubiera apoyado a los ingleses.”

Durante la emisión, el túnel del tiempo trajo a mi memoria otro programa: una entrevista del primer Día D con Grondona, en la que le pregunté si respetaba a su eterno compañero. Grondona se sorprendió, molesto, y tardó cinco segundos en responder. Cinco segundos son una eternidad.
Cinco segundos.

–No –me dijo–. Respetarlo, no.

Ahora ya es de mañana y sigo, en el mismo cuarto, mirando el noticiero. Grondona y otros desfilan por la casa de Martínez que Neustadt bautizó Tiempo Mío, y todos se llenan la boca con palabras vacías. Ese viejo temeroso que murió tenía carisma y un gran poder de comunicación. No lo usó para la gente sino para el poder. Pensó que estaba bien así, pero ¿quién no piensa que lo que uno hace siempre es lo correcto? Vivió y murió solo. No le sirvió para nada tener plata en el banco. Si puede, que descanse en paz.

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