21 de octubre de 2009

Otra opinión del exxxabrupto


“En otro tiempo, si mal no recuerdo, mi vida era un festín en el que se abrían todos los corazones, en el que todos los vinos se derramaban”

Arthur Rimbaud (1854-1891), de ‘Una temporada en el infierno’

Epa. No, no... Preferiría no hacerlo, como decía Bartleby, el escribiente de Melville. Al fin y al cabo, fuimos cuartos entre los cuatro que clasificaban. ¿Qué nos quedaría entonces, si somos campeones? ¿Matrimonio? ¿Amor eterno? ¿Esclavitud sexual? ¿Presidencia vitalicia? ¿Piquito onda Guillote como saludo oficial? ¿Qué pretende usted de mí?, pregunto como la Coca Sarli de Carne, en paños menores y sobre el camastro del camión frente al quinto de la fila. Ya no sé qué pensar, aunque, como bien dicen los psicoanalistas, interpretación fuera de sesión... es agresión.

Muy bien; antes de seguir conjeturando sobre este derrame de oralidad maradoniana, quisiera confesarles algo, amiguitos. Si algo me atrae de la personalidad de nuestro trágico nacional es, precisamente, este costado brutal, lo que le sale por instinto, sin filtro ni noción del deber ser. En fin, las cosas que escandalizan a la gente bienpensante de este mundo. No es el caso de Pelé, su contracara, que supo cómo trepar en la escala social de la mano de su sobreactuada amabilidad de desclasado. Hoy, él es un executive amado por las marcas; Maradona no. Maradona es un marginal de lujo, un autodestructivo, un desequilibrado que no puede con su vida, un monarca estrafalario que sólo acumula súbditos y fieles, jamás pares ni discípulos. Otra historia.

Siempre adoré a ese provocador. El que reservaba toda la Primera Clase de los aviones para chancletear y tomar mate tranquilo con la parentela; el que después de ver al Papa declaraba que lo mejor que podía hacer el Vaticano era vender todo el oro y ayudar a los pobres, el que no dejó entrar a su fiesta de casamiento al dueño de la editorial a la que le había vendido la exclusiva, el que le declaró la guerra al norte rico de Italia en nombre del sur humillado, aquel que descubrió que Fidel era “un fenómeno” un año antes del Mundial de Estados Unidos.

Ese descarriado incorregible me divierte tanto como me enfurece su opuesto: el quebrado que negocia mal y se entrega peor. El Maradona que le dedicó su biografía oficial a Menem, el que posaba con una remera estampada con la cara de Cavallo, el que ahora llama “el Jefe” a Grondona, después de tratarlo de mafioso, el que ama y odia según el día o la humedad, el que niega a sus hijos, el que prepotea cronistas aterrados, el que nos manda a chupársela después de entrar de última al Mundial con un equipo que jugó espantosamente. Puro amor-odio, el único combustible que lo alimenta.

Volveré a Sartre, si me lo permiten. Maradona fue eyectado a este mundo y pasó sin escalas del piso de tierra de Fiorito al Olimpo inmaculado de los elegidos. Con la pelota en los pies fue el mejor. Sin ella, es lo que ha podido hacer con lo que antes hicieron de él: un hombre lleno de angustia, abrumado por una carga intolerable; mito viviente de un país que lo usa para negar su decadencia. ¿Quién puede sorprenderse con esta reacción? No seamos hipócritas, muchachos: Maradona es nuestra criatura. Nuestro monstruo de Frankenstein.

Ni la voracidad de las multitudes que lo consumen como a una droga ni la piedad que siempre me ha generado ese status de ídolo inhumano disimulan una certeza tan incómoda como obvia: Maradona no está en condiciones de conducir nada. Simplemente no puede, y los porqués están a la vista. Quien haya sido el responsable de haberlo colocado en esa perversa situación de premio-castigo debería hacerse cargo. Ningún negocio puede valer tanto, señores. ¿O sí?

Intenté explicarlo en esta misma columna, hace un mes: “Su imposibilidad, más que práctica, es ontológica. Maradona es pura intencionalidad. Carece por completo de método; no concibe al mundo más allá de su propia experiencia. Su universo se reduce a una cancha eternamente dividida en dos y su pensamiento responde a esa rotunda lógica binaria: blanco/negro, nosotros/ellos, compañero/traidor, amigo/enemigo. Para funcionar necesita del conflicto. Si no existe, lo inventa”.

El circular Maradona odia la palabra “proceso” pero llama “antiargentinos” a sus críticos, igual que esos militares. Su nuevo enemigo son los pérfidos periodistas, los mismos que siempre lo adularon de manera repugnante, obligados –no había otra manera de relacionarse con él– o porque trabajaban “de amigos”. Me niego a hacer una defensa corporativa: el nivel de esta profesión ha descendido dramáticamente en los últimos 20 años y me cuesta sentirme colega de más de uno. Tampoco caeré en el lamento provinciano de llorar por “la mala imagen que le damos al mundo”. Tarde piaron: eso que Maradona describe con sutileza de mamut es lo que pasa en este país cada vez que un poderoso gana su partida. Sucede, aunque nadie lo escuche por la tele. Así somos.

Hace rato que el mundo nos observa con una mezcla de estupor y profunda desilusión, compatriotas. Damos más pena que vergüenza y el pobre Maradona, una vez más, es nuestro mejor espejo.

Hugo Asch (Perfil)

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